viernes, 2 de mayo de 2008

literatura y ciencia

Arthur C. Clarke: literatura y ciencia
Fallecido hace unas semanas, el autor de '2001: una odisea espacial' era de los que anticipan el futuro a partir de la realidad. Él imaginó los satélites, pero ¿se cumplirá algún día su profecía sobre la rebelión de los ordenadores?

La realidad de este mundo es, con mucho, lo que tenemos más a mano. La realidad tuvo un principio. No tenía por qué haberlo, pero todo es como si lo hubiera habido. La eternidad no es simétrica. Se extiende indefinidamente hacia el futuro, pero no hacia el pasado. La eternidad empezó. En esta idea, curiosamente, se encuentra cómodo cualquier tipo de conocimiento, el científico, el artístico, el revelado... Tras ese principio siguió una sopa homogénea de quarks y hoy, unos 13.700 millones de años después, resulta que hay objetos inertes, objetos vivos y, sobre todo, objetos pensantes capaces de comprender la realidad a la que pertenecen. Spinoza resumió toda la cosmología, casi sin querer, en una sola frase: las cosas tienden a perseverar en su ser. Su tremenda potencia procede de su semitrivialidad: lo que existe es porque logra perseverar. Pero se persevera de tres maneras distintas. Los objetos inertes perseveran con sólo seguir existiendo, por lo que su gran virtud es la estabilidad. Los objetos vivos perseveran con sólo seguir vivos, por lo que su gran virtud es la adaptabilidad. Y los objetos pensantes perseveran con sólo seguir comprendiendo, por lo que su gran virtud es la creatividad. Lo único cierto en este mundo es que el mundo es incierto, por lo que perseverar es un continuo forcejeo contra la incertidumbre. Los objetos inertes se someten dócilmente a la incertidumbre, los vivos la modifican y los pensantes ¡la anticipan!

Anticipar el futuro es, pues, una capacidad de gran prestigio hondamente enraizada en la larga tradición de la mismísima realidad. Así la ciencia: su objetivo es comprender la realidad no sea que ello pueda ser útil a la hora de anticiparla. En el fondo del alma de todo científico hay siempre un aventurero que explora el espacio y el tiempo. La ciencia es en sí misma una ficción de la realidad que respeta un método, un método empeñado en liberar al conocimiento de toda emoción perturbadora y en minimizar en él todo resto de ideología. No hay humano a quien tal cosa no le duela y resulta que todos los científicos son humanos. ¿Cómo aliviar esta soledad cósmica del científico? Por ejemplo, con otra forma de conocimiento que también utilice, prioritariamente, la palabra: es la literatura. En sus artículos profesionales, un científico no puede confesar sus emociones, ni soltarse con simples intuiciones, ni limitarse a especular, soñar, sugerir, opinar... El científico tiene esa servidumbre; el escritor, no.

Arthur C. Clarke, el escritor y científico fallecido el pasado 19 de marzo, empieza el prólogo de su 2001: una odisea espacial con unas palabras que hacen volar la imaginación por el espacio de la galaxia entera y por el tiempo desde el mismo amanecer del hombre en el planeta: "Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra". Clarke prosigue así: "Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo".

Ahí donde la ciencia pierde su licencia, continúa libremente la literatura. La ciencia es una ficción de la realidad de este mundo, la literatura es otra clase de ficción que permite inventar otros mundos. El tiempo pasa. Siempre acaba pasando. Es sólo una cuestión de tiempo. Y el buen escritor de ciencia-ficción, y con él sus lectores, goza cuando uno de sus mundos inventados resulta que accede a la realidad.

A Arthur Clarke le ocurrió con frecuencia pero su nombre empezó a ser conocido dentro de la comunidad científica por una propuesta tecnológica publicada en el volumen de febrero de 1945 en la revista Wireless World titulada Peacetime uses for V2 (Usos pacíficos de las V2). En ella especula sobre la capacidad de los tristemente famosos cohetes alemanes para poner un satélite artificial en la llamada órbita estacionaria, es decir, una situación en la que el satélite gira sincrónicamente con el planeta por lo que se mantiene siempre en la vertical del lugar. La ciencia fundamental sobre la que descansa esta posibilidad está en la física de Newton del siglo XVII retomada por visionarios de la astronáutica como Konstantin Tsiolkovsky, Herman Potovnik o Hermann Oberth en los años veinte del siglo pasado.

Las aplicaciones de la propuesta de Clarke son deslumbrantes. Los instrumentos orbitando en la ionosfera conectarían instantáneamente todo el planeta para miles de usos que hoy todos conocemos (Clarke había sido experto en radar durante la guerra). Versiones más detalladas de la idea circularon en una versión privada (uno de cuyos originales se guarda en el National Air and Space Museum de Washington DC) y fueron reimpresas en las revistas Spaceflight y Ascendent Orbit. El 6 de abril de 1965, veinte años después (!), se lanza el primer satélite de comunicaciones a la llamada Órbita de Clarke donde hoy se apretujan más de 300 satélites.

En el prólogo a Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco (1957), Clarke no puede ocultar su orgullo por la anticipación de dos o tres pedazos de realidad. En el cuento Caza mayor el autor anticipa la técnica del neurólogo español José Rodríguez Delgado que, en los años sesenta del pasado siglo, paraba toros bravos en plena embestida con ondas de radio que enviaba a unos electrodos implantados en el cerebro del animal. En el cuento El pacifista un tertuliano de la taberna pretende haber derrotado a una máquina invencible en cierto juego mental, pero alguien descubre la trampa: una simple manipulación de cables le permite algo tan sencillo como jugar dos veces seguidas. Sin embargo, la situación sirve para plantear buena literatura. Llegará el día en el que las máquinas nos vencerán en los juegos mentales y llegará el día en el que se rebelarán y no se dejarán desenchufar.

Los ordenadores ya han cambiado los reglamentos del ajedrez. Ya no se aplazan las partidas en los torneos. Ordenadores como el Deep Junior ya vencen a los grandes maestros en una altísima proporción. Pero Clarke sabe mejor que nadie que eso no significa todavía pensar. La película 2001: una odisea espacial, probablemente con Blade Runner la mejor cinta de ciencia-ficción de todos los tiempos, no predijo la explosión de los ordenadores portátiles ni la de los teléfonos móviles. Por otro lado, sí anticipó cosas que no fueron reales en esa fecha y que quizá no lo sean durante muchas décadas más. Una de ellas tiene que ver con la inquietante pregunta: ¿puede pensar una máquina? La cuestión tiene una enorme hondura científica, filosófica y literaria. Nuestros ordenadores actuales calculan y simulan con una potencia y velocidad colosales, pero el término Inteligencia Artificial acaso sea aún un abuso del lenguaje. Clarke plantea el problema en el guión de la película de Kubrick y en la posterior novela. Un ordenador puede ganar una partida de ajedrez al jugador más fuerte del mundo, pero no puede simular una sencilla conversación. Es el criterio de Turing: una máquina piensa si conversando con ella no podemos distinguirla de una persona. La complejidad es así de simple. Entonces sí, tras años de conversación la máquina adquiriría personalidad propia, identidad y autoconciencia.

La conversación entre el ordenador Hal y el humano Dave al final del capítulo 28 de la novela es de un gran dramatismo literario y está genialmente planteada científica y filosóficamente para que no quepa la menor duda de que Hal piensa:

... "Dave", dijo Hal. "No comprendo por qué me está haciendo esto... tengo un gran entusiasmo por la misión... Está usted destruyendo mi mente... ¿No lo comprende...? Me voy a hacer infantil... pueril... me voy a convertir en nada...".

Nuestros ordenadores de silicio y lenguaje formal no serán los que se rebelen, pero la rebelión quizá ocurra con los ordenadores biológicos o con los ordenadores cuánticos. ¿Magia? Es la tercera ley de Clarke: toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Jorge Wagensberg es director del área de Ciencia y Medio Ambiente de la Fundación La Caixa.

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